16 de mayo de 2012

Infidelidades

Carlos Fuentes

Infidelidades

Después del apoyo inicial a la revolución cubana, una posición común a
la de otros escritores de la época, Carlos Fuentes se convirtió en un
fuerte crítico de la represión imperante en la Isla

Carlos Fuentes, México DF | 16/05/2012 10:47 am

Yo llegué a La Habana el 2 de enero de 1959, acompañado de Fernando
Benítez, Manuel Becerra Acosta y el editor Juan Grijalbo. Fidel Castro
aún no entraba a la capital cubana. Avanzaba lentamente por la ruta de
la victoria, desde Santiago, en jeep y acompañado de palomas amaestradas
para posarse sobre sus hombros cuando peroraba. Interrumpía sus
oraciones con la pregunta retórica, "¿Voy bien, Camilo?", alusión al
segundo del tríptico de jefes de la Revolución de Sierra Maestra, Camilo
Cienfuegos. El tercero, desde luego, era Ernesto Che Guevara.

Ese "¿Voy bien, Camilo?" no lo dirigía Castro tan solo a su compañero de
armas, sino a la sociedad cubana entera, que con la excepción de la
camarilla batistiana, recibía a los jóvenes barbudos con júbilo
desbordante. Todos esperaban de estos heroicos muchachos algo más que el
derrocamiento de un tirano sangriento y corrupto. Acaso lo esperaban
todo. Democracia política, libertad de expresión, libertad de
asociación, economía mixta, fortalecimiento paralelo de la empresa y del
Estado, diversificación productiva, educación, salud.

Acaso esperaban también —pueblo y gobierno revolucionarios— un gesto de
amistad y comprensión del gobierno de EEUU, presidido en ese momento por
el general Dwight D. Eisenhower. Una de las primeras salidas de Fidel
fue a Washington. "Ike" no lo recibió. Nixon le dio una fría mano en las
escalinatas del Capitolio. Acostumbrados a quitar y poner dictadores en
Centroamérica y el Caribe, los norteamericanos vieron con suspicacia a
este inclasificable rebelde, rarísima avis en medio de los Trujillos,
Somozas, Castillo Armas y Batistas de la región. Además —oh
desconcierto— el rebelde cubano había sido denunciado como "burgués" por
el partido comunista cubano, que solo a última hora, debido a la jamás
desmentida inteligencia de Carlos Rafael Rodríguez, le reconoció
carácter revolucionario a los incontrolables rebeldes.

Castro lo tenía todo para hacer la patria libre prometida. No era el
menor de sus apoyos el que le brindaba la comunidad artística e
intelectual del mundo entero. De Jean Paul Sartre a C. Wright Mills, la
intelligentsia mundial veía en Cuba la posibilidad de una renovación
revolucionaria original, liberada de los dogmas y deformaciones
impuestos por la tradición bizantina césaropapista a un marxismo que no
nació pero sí murió en la Rusia ortodoxa (el Partido) y zarista (el Estado).

Acaso, en la Polinesia, esto hubiera sido posible. En Cuba, vecindad era
fatalidad. Última colonia de España en América, junto con Puerto Rico,
colonia de facto de Estados Unidos durante y después de la Enmienda
Platt que autorizaba a Washington a intervenir en los asuntos internos
de la Isla, Cuba, por primera vez, dejaba de ser colonia. Pero seguía
siendo vecina. La época contó. En plena Guerra Fría, aunque con menos
brutalidad maniquea que Bush, Washington también decía: "El que no está
conmigo está contra mí". Pero si estar con "ellos" significaba someterse
a ellos, Castro no se sometió e inició reformas que solo podían ser
vistas, en la Casa Blanca de Eisenhower y su gobierno de magnates y
halcones, como "filocomunistas". Como México de Carranza a Cárdenas,
Castro nacionalizó, expropió pero, al contrario de México, no negoció.
La escalada de enfrentamientos con Washington condujo a la ruptura de
relaciones en 1961. En vez de fortalecer a la burguesía nacionalista,
Castro le cerró las puertas internas y le abrió las del exilio: la
pérdida de talentos y energías fue inmensa. La prensa fue sofocada. Los
partidos políticos, barridos. El poder se consolidó en torno al
Movimiento 26 de Julio y se inició la ronda fatal de la escalada entre
la Isla y EEUU. A mayor agresión norteamericana, mayor dictadura cubana.
A mayor dictadura cubana, mayor agresión norteamericana.

A pesar de estas tensiones, Cuba realizaba grandes avances en educación
y salud. Poseía, además, las armas de David contra Goliat: la resortera
de la dignidad, la grandeza del pequeño contra el grande. La operación
de Bahía de Cochinos, planeada hasta sus límites por el Gobierno de
Eisenhower y heredada con fatal inercia por el de Kennedy, resultó un
fiasco para las fuerzas cubanas invasoras sin apoyo logístico
norteamericano. Playa Girón culminó el prestigio de Cuba como vanguardia
de la independencia latinoamericana. En Punta del Este, sucesivamente,
Ernesto Guevara y Raúl Roa le dieron contenido moral y diplomático a la
dignidad de toda la América Latina. ¿Cómo estar contra la Revolución Cubana?

Pero algo estaba podrido en este reino de Dinamarca. La creciente
intolerancia interna en nombre de la seguridad del Estado pronto se
convirtió en creciente dependencia externa respecto a la opción que la
Guerra Fría siempre le ofreció al Tercer Mundo: el poder soviético. La
crisis de los misiles en 1962 estuvo a punto de desencadenar la tercera
y última guerra mundial. Solo la firmeza y habilidad de Kennedy para
someter, parejamente, a su propio establishment militar y al aventurado
Nikita Kruschev, nos salvó de la catástrofe. Pero, para Castro, la
suerte estaba echada. "Nikita, mariquita, lo que se da no se quita", no
pasó de ser un slogan. El apoyo de Castro a la invasión soviética de
Checoslovaquia cerró de una vez por todas el pacto: Cuba, de serlo de
España y de Estados Unidos, pasó a ser, si no colonia, seguramente
Estado cliente, "satélite" de la URSS en las Américas. Si Turquía era la
avanzada occidental de EEUU, Cuba sería el límite oriental de la URSS.

La intolerancia, la persecución de disidentes, "Patria o Muerte", acaso
habrían sido tolerables si a la retórica revolucionaria se hubiese
añadido un mínimo de eficiencia económica. No fue así. La economía
revolucionaria se inició en el desastre y terminó en el desastre. Las
enormes fuerzas productivas de Cuba —capital humano vasto e inteligente,
buenas cabezas económicas, riquezas inexplotadas, tierras fértiles—
fueron sacrificadas a dogmas exóticos y estúpidos. La reforma agraria,
encabezada en sus inicios por un hombre inteligente y patriota, Núñez
Jiménez, terminó en una contradicción: en nombre de un "igualitarismo"
chiflado, se privó a las ciudades del producto del campo y el campesino,
sin incentivos, dejó de producir: perdieron el campo y la ciudad. Los
grandiosos proyectos de industrialización a la soviética llenaron a Cuba
de vieja maquinaria rusa, no solo anticuada, sino inapropiada para el
trópico. No tuvo lugar la diversificación industrial. Murió, en aras del
dogma, el pequeño comercio, el restorán, la tienda familiar. La riqueza
pesquera no fue aprovechada. La riqueza petrolera no estaba allí. El
níquel es solo el nombre de una moneda gringa de cinco centavos.
Quedaba, como siempre, el azúcar.

A medio siglo del triunfo de la Revolución, Cuba sigue siendo una nación
dependiente. Pero como ya no cuenta con el subsidio soviético, debe
recurrir al subsidio batistiano: el turismo y la prostitución. Los males
se le achacan al embargo norteamericano. Pero Cuba ha contado con un
subsidio anual de miles de millones de dólares de la URSS y, ahora, con
la confianza de inversionistas europeos que se apresuran a llenar los
espacios económicos posibles del poscastrismo, con visible enojo de las
corporaciones norteamericanas y a pesar de los dos actos legislativos
más estúpidos y arrogantes de EEUU hacia Cuba. La Ley Helms-Burton, que
penaliza al inversionista extranjero en tanto Cuba no regrese bienes
expropiados a EEUU —ley que la Gran Bretaña bien podría aplicar contra
EEUU por la expropiación de bienes ingleses durante y después de la
guerra de independencia—. Y el embargo comercial que daña a EEUU más que
a Cuba, pues le da a Castro el pretexto perfecto para excusar su propia
ineficiencia administrativa. No le han faltado buenos consejos a Castro.
Basta señalar las recomendaciones de Carlos Solchaga durante el Gobierno
de Felipe González en España: un plan excelente de equilibrio entre
principios socialistas y prácticas eficientes, más que capitalismo
autoritario al estilo chino.

Se puede sospechar por ello que Fidel Castro necesita a su enemigo
norteamericano para excusar sus propios fracasos, para mantener el apoyo
popular y patriótico contra el imperialismo yanqui y, acaso, para
preparar su propia salida del mundo en medio de una Numancia en llamas
en la que mueran con él —Patria o Muerte— millones de cubanos. El hecho
es que cada vez que un presidente norteamericano —Carter, Clinton— manda
una paloma exploradora de paz a Cuba, Fidel se encarga de abatirla a
tiros. Fidel, pues, necesita a su ogro americano. Y en George W. Bush,
lo tiene como si Hollywood se lo hubiese enviado para la película sin
fin de la oposición Cuba-EEUU. Pues George W. Bush, emisario evangélico
del Bien con B mayor, necesita villanos para su gran superproducción "El
Eje del Mal" que si se inició en Irak, no tardará en extenderse a Siria,
a Líbano, a Libia, a Corea del Norte y, en las Américas, a Cuba.

Castro, por su parte, escoge el momento más álgido de las relaciones
internacionales desde el fin de la Guerra Fría para encarcelar a setenta
y cinco disidentes y condenarlos a mil quinientos años de prisión. Va
más lejos: Ejecuta sumariamente a tres autoexiliados que secuestraron
una nave para huir de Cuba.

"Hasta aquí he llegado" dice en una honesta y candente declaración José
Saramago, solidario de siempre con la Revolución Cubana. Yo mantengo la
línea que me impuse desde que, en 1966, la burocracia literaria cubana,
manipulada por Roberto Fernández Retamar para apresurar su ascenso
burocrático y hacer olvidar su pasado derechista, nos denunció a Pablo
Neruda y a mí por asistir a un Congreso del Pen Club Internacional
presidido a la sazón por Arthur Miller. Gracias a Miller, entraron por
primera vez a EEUU escritores soviéticos y de la Europa central para
dialogar con sus contrapartes occidentales. Neruda y yo declaramos que
esto comprobaba que en el terreno literario la Guerra Fría era
superable. La larga lista de escritores cubanos compilada por Fernández
Retamar nos acusaba de sucumbir ante el enemigo. El problema, nos
ensañaba, no era la Guerra Fría sino la lucha de clases y nosotros
habíamos sucumbido a las seducciones del enemigo clasista.

No fueron tan débiles razones las que nos indignaron a Neruda y a mí,
sino el hecho de que el Zhdanov Retamar hubiese incluido en la lista,
sin consultarles siquiera, a amigos nuestros como Alejo Carpentier y
José Lezama Lima. A este hecho se fueron añadiendo otros que claramente
arrogaban para Cuba el derecho de decirles a los escritores
latinoamericanos a dónde ir, a dónde no ir, qué decir y qué escribir.
Neruda se carcajeó de "El Sargento" Retamar, yo lo incluí en mi novela
Cristóbal Nonato como "El Sargento del Tamal" y mantuve la posición que
conservo hasta el día de hoy:

En contra de la política abusiva e imperial de EEUU contra Cuba.

Y en contra de la política abusiva y totalitaria del Gobierno de Cuba
contra sus propios ciudadanos.

Soy mexicano y no puedo desear para mi país ni el diktat de Washington
acerca de cómo conducir nuestra política exterior, ni el ejemplo cubano
de una dictadura sofocante, sin prensa, opinión, disidencia o asociación
libres.

Felicito a Saramago por pintar su raya. Esta es la mía: contra Bush y
contra Castro.

Este texto apareció publicado en el número 28/29 de la revista Encuentro
de la Cultura Cubana. También en el diario mexicano Reforma, 16 de
abril, 2003.

http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/infidelidades-276768

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